Cuando nos resistimos a la partida es porque la ausencia nos deja amputados.

A lo largo de la vida solemos aferrarnos a memorias porque algo del vínculo nos cura.

Nos resistimos a la fatalidad incomprensible del adiós.

Nos detenemos en el último gesto que recordamos vivo para llevarlo con nosotrxs. Para revivirlo, para extraerle todas las gotas hipotéticas de vida.

Buscamos retrasar aquello que no pudimos procesar como despedida.

Eso que llamamos amor es mucho más activo cuando la tormenta se le da por pegarnos en los ojos.

Néstor señala: marca una dirección precisa de porvenir. Más aun cuando las huestes manchadas de negro y sangre se proponen, en vano, tumbarlo.

La memoria tiene eso: es un eco que saca fotos.

Un loop de risas. Congela con calidez el instante entero.

Lo hace poroso y pleno. Habla el lenguaje del presente con un eco de recuerdos.

Actualiza su ejercicio de acción en un deseo de regreso. De ganas de ternuras mezcladas con bronca y llagas.

El repaso de esas fotos nos hace entender que las encrucijadas juegan a la taba del lado del hueso hundido.

Entienden ese abrazo porque sabe que no hay renuncia posible a la convicción del que realmente ama a los desvalidos.

Néstor hacía del jeroglífico una salida.

Del desorden una fórmula de coherencia posible.

De los múltiples deseos, una comunión de sentido político.

No está dispuesto a dejarnos. Demasiado clavado en nosotros se quedó. Anda dando vueltas. Nos mira con picardía.

La salvedad de ese destierro es que Cristina vela por su presencia.

Seamos, despiertos y atentos, la lucidez que nos reclama.